Tenía que llegar rápido a casa, faltaba harina para terminar de preparar el pan de la cena de los feligreses, caminaba firme por la pequeña vereda ochentera que solo tenía la mitad del pavimento suficiente para proteger las casas del ingreso de las aguas lluvias torrentosas e interminables que en ese tiempo proliferan en cada invierno dictatorial chileno.  

Pasa distraídamente por fuera de la casa del señor que se sentaba en la misma banca que ella, él se apoyaba en la muralla de la frágil iglesia, como si quisiera afirmarla; a veces dormía mientras el ministro predicaba la santa palabra. Siempre fue amable con ella, incluso cariñoso y paternalista. La ve pasar, la llama por su nombre, con voz segura pero silenciosa, le pregunta qué anda haciendo por esos lados, ella le comenta dulcemente que tienen una misión importante y que está un poco apurada. Siente su mano firme sobre su cintura, la ingresa de un suspiro a la casa llena de polvo y objetos que parecían haber estado en el mismo lugar desde siempre, miró las murallas desteñidas, el piso solo de tierra y sintió un olor nauseabundo que de pronto invadió sus mejillas, se arrastraba por su boca, luego por su rostro, su cuello, su cabello, todo su ser se cubrió de pronto de un manto pantanoso, pensaba que esa mano en la cintura era la prescripción de la apropiación indebida, pero permitida. Se movía tímidamente,tratando de diseminarse en forma mágica y desmembrar su cuerpo para siempre; mientras más firme se contorneaba, más temía que alguien la escuchara, que alguien se percatara de lo que ella estaba provocando, su madre le había dicho tantas veces que ese vestido era escandaloso, sentía culpa, pensó que tal vez si hubiera cubierto todo su cuerpo como siempre lo hacía, esto no estaría pasando… Esperó despavorida aquellos segundos interminables; ahora la otra mano poderosa entraba por debajo de su vestido, levantó la mirada, decidió dejar de resistirse, él ya lo había logrado, la había controlado, ella sabía que no había nada más que hacer. Sintió que su cuerpo comenzó a unirse de nuevo, lo miró nuevamente a los ojos, quiso gritar, pero no quería que nadie supiera, que nadie la señalara en el futuro, su frágil cuerpo fragmentado de armó rápidamente para deslizarse como un ave escurridiza, abrió la puerta roída -seguramente por los ratones o por la pestilencia de la fragancia del cristiano- puso nuevamente sus pies en el sendero pequeño y corrió con energía copiosa.

Volvió a la iglesia, llegó con la harina, le reclamaron la tardanza, ella calló por un tiempo, no quería estar cerca de ese hombre, no quería ver a diario el rostro de ese ser que le inducía una aversión y repugnancia insoslayable.  La madre cuando se enteró, le dijo que esas cosas pasaban.

Ruth Coñuepan Machuca

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